Quizá el único personaje fiable de La trilogía de Nueva York sea precisamente la Gran Manzana. Esa «ciudad de cristal», como la denomina Auster, es sin embargo también el más inconstante: en ocasiones, un lugar transparente donde los protagonistas pueden escapar de las preocupaciones de sus mentes torturadas; en otros, un espacio de incomprensión y caos. Un mundo aparentemente familiar que gradualmente se tiñe de inciertos peligros y posibles alucinaciones, un mundo en el que la inestabilidad inunda de futilidad las propias palabras:
«
nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estas cosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. De ahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente, distorsionando la cosa misma que tratamos de representar.»
La aparición en 1987 de La trilogía de Nueva York marcó un nuevo punto de partida para la novela norteamericana. Considerada por la crítica como la obra consagratoria de Paul Auster, esta relectura experimental de la novela negra es el cimiento de su universo literario. Con una prosa elegante y depurada, labrada a partir de su poesía, engarza las piezas fundamentales de su escritura: la contingencia, la identidad y el interés por la exploración de la memoria.
En conjunto, los tres relatos «Ciudad de cristal», «Fantasmas» y «La habitación cerrada» articulan una reflexión especular en torno a la creación literaria, la naturaleza del escritor y la confiabilidad de la voz narrativa. Porque quizá esta última no pertenezca más que a un testigo que transmite la historia desde una medida distancia
¿O es, en realidad, el personaje principal, que nos distrae para encubrir su nivel de implicación en la trama?
En cualquier caso, el narrador nos convence de que ningún detalle debe pasarse por alto, de que cada pequeña revelación puede ser significativa, y tal atención deriva en ambigüedad, confusión y paranoia:
«Todo el asunto era tan solapado, tan diabólico por sus circunloquios, que no quería aceptarlo. Luego vinieron las dudas, como obedeciendo una orden, y llenaron su cabeza de rítmicas voces burlonas. Lo había imaginado todo. Las letras no eran letras en absoluto. Las había visto solo porque quería verlas. [
] La mente de Quinn se dispersó. Llegó a un país de fragmentos, un lugar de cosas sin palabras y palabras sin cosas.»
La trilogía de Nueva York es una novela postexistencialista y claustrofóbica en la que la prosa se desliza con seguridad, arrastrando al lector a un mundo gobernado por las posibilidades del azar. En el estilo límpido y confesional de Auster, lo críptico nace de la sencillez, quizá porque no hay mejor manera de presentar la verdad sino como algo incomprensible.
Con sus ilustraciones para La trilogía de Nueva York, publicadas originalmente en 2008, el joven artista británico Tom Burns recrea el escenario austeriano a partir del cartelismo, de los rótulos luminosos, de la verticalidad, de lo fragmentario y de la vibrante sensación de celeridad que desprenden sus trazos.
Como él mismo explica, su inspiración «afloró de la propia ciudad, de la vivacidad de la vida diaria y de la imaginería icónica inherente a Nueva York».