Sin prisa, revisé la moto y la envolví en el cajón de cartón y madera que ya ha servido alguna otra vez. Ruedas, aceite, filtros, pastillas y una batería nueva, poco más que hacer con una máquina tan perfecta. Amarré las botas a los estribos, las llené con calcetines, la faja, guantes y cachivaches diversos. Sobre el asiento, el parabrisas, la bolsa sobre depósito, varios libros para regalar y un manojo de mapas. Una última mirada y cerré la caja. Ella viajaba en barco. Mes y medio más tarde, yo subía a un avión preso de un estado de ánimo entre la anticipación, la nostalgia y el aroma acre de temores sin identificar.