Este libro es una cruel y bella historia de amor. Huele a orín, a polvo seco, a toallas del parto y a vómito. Los condones se rompen, los entierros se celebran en frigoríficos y las lágrimas se escupen. Se sonríe entre las curas de cuerpos degradados y se ama en medio de una áspera locura. ¿Puede haber más amor que amar en condiciones así?
La vida de una aldea y un hospital perdido de Kenia se desparrama en su particular rutina en la que se suceden brujas, cadáveres, bodas imposibles, huidas a locales de postín, prostitutas, enfermos mentales y barracas de cerveza caliente en las que se apagan los borrachos. Por las páginas de esta obra que tienen en sus manos pululan una serie de personajes costumbristas de este rincón del mundo que es Makuyu, ejemplo de tantos rincones del mundo que nos duran un suspiro y una acalorada y solidaria conversación de café que se hace con el íntimo secreto de ser olvidada nada más concluirse. Makuyu existe para que todos lo olvidemos tras rezar su nombre.
Hay momentos en Tierra de Brujas en los que llega a olerse todo y uno tiene que separarse algo de las páginas, respirar y hacer un ejercicio de memoria que consiste en recordar al ser humano. He leído unos cuantos libros sobre África y, desde luego, nunca me he enfrentado a una obra así. Quizá porque ninguno de los autores que he leído podía narrar en primera persona lo que narra María. Ella no huyó de Makuyu, como haríamos casi todos, ella se quedó allí odiando y amando aquella tierra.